
Por ANTONIO REDAL DE MARÍA (*)
La semana pasada, Olipremium se hacía eco de una noticia que ningún medio importante, más allá de la especialización, dejó de comentar. Según un estudio reciente, que hace el número enésimo, el consumo de aceite de oliva reduce las posibilidades de contraer cáncer de mama. El índice de reducción incluso puede concretarse, siempre vía científica, y alcanza el 68%.
El estudio, como ya se ha sugerido, viene a sumarse a un poderoso caudal científico que desde hace años insiste en la evidencia del poder saludable del aceite de oliva. Han sido tantas estas investigaciones, y tantas las universidades, pensadores y países que las han emprendido, que no cabe dudar sobre la validez de sus resultados. Ni siquiera parecen razonables esas sospechas que el periodista Michael Pollan, en su magnífico El detective en el supermercado, confiesa tener a la luz de los históricos y vergonzosos acuerdos de intereses entre la ciencia y la industria de los alimentos para poner de moda un producto u otro.
Pero lo que sí debe llamarnos la atención es el porqué de este caudal investigador al servicio de un producto cuyos atributos saludables están más que probados. ¿Todavía es necesario constatar científicamente los beneficios de un virgen extra?
Para responder a esta pregunta hay que remontarse a los duros años de la posguerra española, cuando se produce la irrupción de los aceites de girasol en España. Aunque la complejidad del asunto supera los límites de esta opinión, lo cierto es que esos aceites se convirtieron en paradigma de la esbeltez y la salud alimentaria. La cosa no puede sino provocar risa y llamar al escándalo. En casa del principal productor de aceite de oliva, se favoreció y promocionó el girasol llegado de Estados Unidos. Acuerdos entre países y espurias conveniencias hicieron posible aquel desastre que hoy, a los ojos de un consumidor contemporáneo y con toda la globalización encima, puede parecer insignificante, pero que en la realidad de la posguerra fue nefasto para el sector olivarero y sus posibilidades de expansión comercial.
A menudo se insiste en que los aceites de oliva españoles tienen una calidad por encima de su distribución y de sus posibilidades comerciales, sobre todo si se compara con aceites de otros países entre los que se ha convertido en un tópico citar a Italia. Pero esto no ocurre porque sí. Tampoco es una maldición. Ni una condena irremediable. Tiene sus causas y sabemos sus consecuencias. En la medida que los estudios médicos sirvan para paliarlas, bienvenidos sean. Todo vale si de lo que se trata es de revertir los efectos de una pesada broma de la historia.
(*) Antonio Redal de María es experto en mercados internacionales.